02/12/2022

Charles Chaplin habla sobre El chico

Tras casarnos, el embarazo de Mildred resultó ser una falsa alarma. Transcurrieron varios meses y yo sólo había rodado una película en tres rollos, "Idilio campestre", y fue tan doloroso como la extracción de una muela. Sin lugar a dudas, el matrimonio había tenido un efecto negativo en mis facultades creadoras. Después de esa película me estrujé en vano los sesos en busca de una idea.
En semejante estado de desesperación, era un alivio ir al Orpheum a distraerme un poco, y en esa disposición de ánimo vi a un bailarín excéntrico; no era nada extraordinario, pero al final de su interpretación sacó a su hijo, un niño de cuatro años, para que saludase con él. Después de saludar con su padre, el chiquillo empezó de repente a ejecutar unos divertidos pasos de baile; luego miró graciosamente al público, lo saludó con la mano y se marchó corriendo. El público empezó a reír a carcajadas, de modo que el niño tuvo que salir de nuevo y ejecutar un baile distinto. En otro niño puede que hubiera resultado mal. Pero como Jackie Coogan era encantador, el público disfrutó lo indecible. Hiciera lo que hiciese, el niño tenía una personalidad atractiva.


No volví a pensar en él hasta una semana después. Estaba sentado en el plató del exterior con nuestra compañía, luchando aún por que se me ocurriese una idea para mi próxima película. En tales ocasiones solía sentarme con ellos, pues su presencia y sus reacciones constituían un estímulo para mí. Aquel día me sentía bloqueado e indiferente, y a pesar de sus amables sonrisas, sabía que mis esfuerzos eran vanos. Mi imaginación vagaba de un lado para otro, y hablé de los números que había visto interpretar en el Orpheum y de aquel niño, Jackie Coogan, que salió a saludar con su padre.
Alguien dijo que había leído en un diario de la mañana que Jackie Coogan acababa de firmar un contrato con Roscoe Arbuckle para hacer una película. Fue como si me fulminara un rayo. 
-¡Dios mío! ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? Sin duda alguna, el chico resultaría estupendo en el cine -Luego enumeré sus posibilidades, los gags y los argumentos que podía hacer con él.
Las ideas acudían a mi imaginación sin cesar. 
-¿Pueden imaginarse al vagabundo de vidriero, al niño corriendo por las calles rompiendo cristales y al vagabundo que llega para colocar otros cristales? ¡Lo atractivos que resultarían el niño y el vagabundo viviendo juntos toda clase de aventuras!


Me senté a componer durante un día entero el guión, del que tracé una escena tras otra, mientras todos me miraban de reojo. No comprendían por qué me mostraba tan entusiasmado por una causa perdida. Durante varias horas continué inventando trucos y situaciones. De repente me acordé: 
-¿Pero de qué sirve todo esto? Arbuckle ha firmado un contrato con él y probablemente tiene ideas parecidas a las mías. ¡Qué idiota he sido al no haber pensado antes en ello!
Durante toda la tarde y toda la noche solo pude pensar en las posibilidades de una película con aquel niño. A la mañana siguiente, en un estado depresivo, reuní el elenco para ensayar, Dios sabe por qué razón, pues no tenía nada que hacer; así que me senté en el plató rodeado de todos, en un estado de excitación mental.
Alguien sugirió que podría encontrar otro niño, acaso un negrito. Pero moví la cabeza con gesto de duda. Sería difícil encontrar a un chico con tanta personalidad como Jackie.
Alrededor de las once y media, Carlisle Robinson, nuestro agente de publicidad, llegó a todo correr al escenario, sin aliento y excitado: 
-¡No es Jackie Coogan quien ha firmado el contrato con Arbuckle! ¡Es el padre, Jack Coogan!
Me levanté de un salto de mi silla. 
-¡Deprisa! ¡Llama al padre por teléfono y dile que venga inmediatamente! ¡Es muy importante!
Quedamos electrizados por la noticia. Algunos se acercaron a mí y me dieron palmaditas en la espalda. Estaban entusiasmados. Cuando el personal de la oficina se enteró vino al escenario a felicitarme. Pero todavía no había firmado el contrato con Jackie; aún cabía la posibilidad de que Arbuckle tuviera de pronto la misma idea. De modo que le dije a Robinson que tuviera cuidado con lo que decía por teléfono y que no nombrase para nada al chico. 


-Ni siquiera se lo digas al padre hasta que esté aquí. Dile, simplemente, que es muy urgente; que tenemos que verle enseguida, antes de media hora. Y si él no puede venir, entonces vete a su estudio. Pero no le digas nada hasta que esté aquí.
Hubo dificultades para encontrar al padre; no estaba en el estudio, y durante dos horas fui presa de una terrible ansiedad.
Por fin, sorprendido y aturdido, llegó el padre de Jackie. Le cogí del brazo.
-¡Causará sensación! ¡Será lo nunca visto! ¡Todo lo que tiene que hacer es esta película! -fui desvariando de una manera entrecortada. Debió de pensar que me había vuelto loco-. ¡Esta película le dará a su hijo la oportunidad de su vida!
-¿A mi hijo?
-Sí, a su hijo, si me lo deja para esta película únicamente.
-Pero bueno, claro que puede disponer del niño —dijo.
Dicen que los niños y los perros son los mejores actores de cine. Pongan a un niño de doce meses en una bañera con una pastilla de jabón, y cuando trate de atraparla producirá un alboroto de risa. Todos los niños tienen talento de un modo o de otro; la cuestión es lograr que lo pongan de manifiesto. Con Jackie fue fácil. Había que aprender unas cuantas reglas básicas de la pantomima, y Jackie las dominó enseguida. Era capaz de comunicar emoción a la acción y acción a la emoción, y podía repetir una escena una y otra vez sin perder la espontaneidad.
Hay una escena en "El chico" en la que el niño se dispone a tirar una piedra contra una ventana. Un policía se coloca furtivamente detrás de él, y cuando echa la mano hacia atrás para lanzar la piedra tropieza con la chaqueta del policía. Lo mira, y luego, como si estuviese jugando, tira la piedra al aire, la coge después con gesto inocente, la arroja al suelo, se aleja despacio y de repente echa a correr.
Cuando la escena estuvo a punto, le dije a Jackie que me mirase, recalcando las palabras: 
-Coges una piedra, luego miras hacia la ventana, y después te dispones a tirar la piedra; echas la mano hacia atrás, pero tocas la chaqueta del policía, palpas sus botones, y luego te vuelves y ves al policía; tiras la piedra al aire como si estuvieses jugando, y a continuación la arrojas al suelo; te vas andando, como sin darle importancia, y de repente, echas a correr, disparado.
Ensayó la escena tres o cuatro veces. Por fin, estuvo tan seguro de su papel, que la emoción surgía espontáneamente. En otras palabras, sus gestos producían la emoción. La escena resultó una de las mejores de Jackie y fue uno de los momentos culminantes de la película.


Por supuesto, no todas las escenas se rodaban con tanta facilidad. Las más sencillas le daban a menudo más trabajo, como suele ocurrir en esos casos. En una ocasión quise que se columpiase con naturalidad en una puerta, pero como no tenía ninguna otra cosa en la cabeza, lo hacía con tal afectación que tuvimos que desistir.
Es difícil actuar con naturalidad si la mente no trabaja. Es difícil escuchar en el plató; el aficionado tiende a mostrar demasiada atención. Cuando la mente de Jackie funcionaba, su actuación era soberbia.
El contrato del padre de Jackie con Arbuckle terminó pronto, de modo que pudo estar en nuestro estudio con su hijo, y después hizo el papel de ratero en la escena de la casa que se derrumba. A veces nos prestaba una gran ayuda. Había una escena en la que queríamos que Jackie llorase de verdad cuando dos funcionarios de un correccional se lo llevan de mi lado. Le conté toda clase de historias horripilantes, pero Jackie estaba muy alegre y juguetón.
-Le haré llorar -dijo el padre, una hora después.
-No lo asuste ni le haga daño -dije, sintiéndome culpable.
-¡Oh, no, no! -aseguró el padre.
Jackie estaba tan contento que no tuve valor para quedarme ni ver qué iba a hacer el padre; así que me fui a mi camerino. Momentos después oí a Jackie que chillaba y gritaba.
-Ya está -dijo el padre.
Era una escena en la que arranco al niño de los oficiales del correccional, y mientras está llorando lo abrazo y lo beso.
-¿Cómo ha logrado usted hacerle llorar? -le pregunté al padre cuando terminamos.
-Pues diciéndole sencillamente que si no lloraba nos lo llevaríamos del estudio y lo enviaríamos de verdad al correccional.
Me volví hacia Jackie y lo cogí en brazos para consolarle. Sus mejillas estaban húmedas todavía.
-Nadie se te va a llevar de aquí -le dije.
-Ya lo sabía -murmuró-. Papá estaba bromeando.


Gouverneur Morris, autor y escritor de novelas cortas, que había escrito muchos guiones para el cine, me invitaba con frecuencia a su casa. Guvvy, como le llamábamos, era un hombre encantador y simpático, y cuando le hablé de "El chico" y de la forma que le estaba dando, mezclando la comedia burlesca con lo sentimental, me dijo:
-No resultará bien. La forma tiene que ser pura, o comedia burlesca o drama; no puede usted mezclarlos, porque si no, uno de los elementos de su película fracasará.
Tuvimos una discusión dialéctica sobre esto. Le dije que la transición de la comedia burlesca a la sentimental era una cuestión de matiz y de habilidad al disponer las secuencias. Aduje que la forma surgía después de haberla creado; que si el artista imagina un mundo y cree sinceramente en él, sin tener en cuenta los componentes que haya en él, ese mundo resultará convincente. Claro que no tenía otras bases en que apoyar esta teoría, a no ser en la intuición. Se había utilizado la sátira, la farsa, el realismo, el naturalismo, el melodrama y la fantasía; pero la comedia burlesca cruda y el sentimentalismo, que eran las premisas sobre las cuales se cimentaba "El chico", eran una innovación. 
(…)
Yo había tenido algunas desavenencias con la First National respecto a "El chico"; era una película larga, de siete rollos, y querían estrenarla como tres comedias de dos rollos. De esta forma solo me pagarían cuatrocientos cinco mil dólares por "El chico". Como la película me había costado casi medio millón, además del trabajo de dieciocho meses, les dije que antes se helaría el infierno. Me amenazaron con ponerme un pleito. Legalmente, tenían pocas probabilidades de ganar, y lo sabían. Por tanto, decidieron actuar por medio de Mildred y trataron de incautarse de "El chico".
Como no había terminado de montar la película, mi instinto me dijo que la acabase en otro estado. Así que me dirigí a Salt Lake City con un equipo compuesto de dos ayudantes y unos cuatrocientos mil pies de película, integrada por quinientos rollos. Nos alojamos en el hotel Salt Lake City. En uno de los dormitorios colocamos las películas, ocupando todos los muebles, repisas, cómodas y cajones, para colocar encima de ellos los rollos. Era contrario a la ley tener cualquier material peligrosamente inflamable en un hotel, de modo que tuvimos que hacerlo en secreto. En estas circunstancias continuamos el montaje. Teníamos más de dos mil escenas que clasificar, y aunque estaban numeradas, a veces se extraviaba alguna y perdíamos horas enteras en su búsqueda, debajo y encima de la cama y en el cuarto de baño, hasta encontrarla. Con estas trabas desconsoladoras y sin las instalaciones adecuadas, fue un milagro que terminásemos el montaje.


Y acto seguido tenía que pasar por la aterradora prueba de proyectarla previamente ante un público. Sólo la había visto con un pequeño proyector de montaje, que daba una fotografía no mayor que una tarjeta postal sobre una toalla. Me alegré de haber visto las escenas principales en mi estudio sobre una pantalla de tamaño normal; pero ahora tenía la deprimente impresión de haber estado trabajando quince meses en las tinieblas.
Nadie había visto la película, excepto el personal del estudio. Después de pasarla unas cuantas veces por el aparato de montaje, nada parecía tan gracioso ni tan interesante como habíamos imaginado. Sólo nos tranquilizaba pensar que nuestro entusiasmo inicial había perdido su fuerza.
Decidimos hacer la prueba decisiva y arreglamos las cosas para proyectarla en un cine local, sin previo aviso. Era una sala grande, y se llenó en sus tres cuartas partes. Me senté desesperado y esperé a que comenzase la película. Aquel público no parecía simpatizar con nada de lo que yo pudiera presentarle. Empecé a dudar de mi propio juicio acerca de lo que podía gustarles y respecto a su reacción ante mis comedias. Quizá me había equivocado. Tal vez todo el asunto fuera un error y el público lo miraría con asombro. Entonces se me ocurrió la desazonadora idea de que un actor puede a veces estar completamente equivocado en sus ideas sobre una comedia.
De repente se me subió el corazón a la garganta cuando aparecieron en la pantalla unos titulares: «Charlie Chaplin en su última película, 'El chico'». Estallaron gritos de alegría y se oyeron algunos aplausos. Paradójicamente, aquello me inquietó; podía significar que esperaban demasiado y luego sentirse decepcionados.
Las primeras escenas eran una exposición, lenta y solemne, y me tuvieron en un estado agónico de intranquilidad. Una madre abandona a su hijo y lo deja en un coche; el coche es robado. Por último, los ladrones colocan al niño junto a un cubo de la basura. Entonces aparecía yo, el vagabundo. Se oyó una carcajada, que creció y aumentó. ¡Habían entendido el chiste! A partir de entonces supe que no me había equivocado. Descubría al bebé y lo adoptaba. Los espectadores rieron al ver una hamaca improvisada hecha de sacos viejos y lanzaron gritos cuando alimenté al niño utilizando una tetera, en cuyo pitorro había puesto una tetina, y chillaron aún más cuando hice un agujero en el asiento de una silla desvencijada de rejilla y la coloqué encima de un orinal. En realidad, no dejaron de reír a lo largo de toda la película.


(…)
Y entonces los señores de la First National vinieron a mí, metafóricamente hablando, sombrero en mano. El señor Gordon, uno de los vicepresidentes y propietario de gran número de cines de los estados del Este, dijo: 
-Quiere usted un millón y medio de dólares y nosotros ni siquiera hemos visto la película. 
Convine en que tenían algo de razón, de modo que llegamos a un arreglo para que se proyectase la película.
Fue una noche lúgubre. Veinticinco exhibidores de la First National llenaban la sala de proyección, como si asistieran a una investigación judicial relacionada con un asesinato. Era un grupo de hombres desangelados, escépticos y antipáticos.
Empezó la película. El título preliminar era: «Una película con una sonrisa y quizá una lágrima». 
-No está mal -dijo el señor Gordon, tratando de mostrar su magnanimidad.
Desde la proyección efectuada en Salt Lake City había ganado cierta confianza; pero antes de llegar a la mitad de la película aquella confianza se vino abajo; allí donde el filme había hecho reír a carcajadas al público, sólo se oían una o dos risitas. Cuando terminó y se encendieron las luces se hizo un silencio momentáneo. Luego empezaron todos a desperezarse, a parpadear y a hablar de otras cosas.
-¿Qué vas a hacer esta noche, Harry?
-Llevaré a mi mujer a cenar al Plaza, y luego iremos al espectáculo de Ziegfeld.
-He oído que está muy bien.
-¿Quieres venir con nosotros?
-No; me marcho de Nueva York esta noche. Quiero estar de vuelta para la graduación de mi hijo.
Durante toda esta charla se me pusieron los nervios de punta.
-Bien -dije por fin, alzando la voz-; ¿cuál es su «veredicto», señores?
Algunos se removieron, azorados; otros miraron el suelo. El señor Gordon, que sin duda era el portavoz de todos ellos, empezó a pasear lentamente de un lado a otro. Era un hombre rechoncho y pesado, con una cara redonda, parecida a la de un búho, y gafas de gruesos cristales.
-Bueno, Charlie -me dijo-, tendré que discutirlo con mis socios.
-Sí, ya lo sé -repliqué enseguida-. Pero ¿qué le ha parecido la película? 
Dudó un momento y luego dijo, riendo entre dientes:
-Charlie, estamos aquí para comprarla, no para decir si nos ha gustado.
Esta observación dio lugar a una o dos risotadas.
-No les cobraré más si les gusta -dije. Dudó.
-Con franqueza, esperaba algo más.
-¿Qué esperaba usted?
-Mire, Charlie -dijo con lentitud-, para un millón y medio de dólares…, bueno…, no creo que sea para tanto.
-¿Qué quería usted? ¿El derrumbamiento del puente de Londres?
-No. Pero… para un millón y medio… -Su voz se quebró en un falsetto.
-Bien, señores, ese es el precio, pueden tomarlo o dejarlo -dije con impaciencia.
J. D. Williams, el presidente, se acercó, se hizo cargo de la situación y comenzó a darme jabón.
-Charlie, me parece maravillosa. Es humana, diferente -No me gustó el «diferente»-. Sólo le pido que tenga un poco de paciencia y arreglaremos esta cuestión.
-No hay nada que arreglar -dije con brusquedad-. Les doy una semana para que se decidan.
Después de como me habían tratado ya no sentía ningún respeto por ellos. Sin embargo, pronto se decidieron, y mi abogado llegó a un acuerdo, estipulando que yo percibiría el cincuenta por ciento de los beneficios después de que ellos hubieran recuperado su millón y medio. Se alquilaría por un plazo de cinco años, pasados los cuales la película volvería a ser de mi propiedad, como mis otras películas.


(…)
Hubiera deseado quedarme más tiempo en Nueva York, pero tenía que trabajar en California. En primer lugar, quería terminar cuanto antes mi contrato con la First National, porque estaba ansioso de empezar con la United Artists.
El regreso a California fue un poco deprimente después de la libertad, la brillantez y la fascinante vida intensa que había llevado en Nueva York. El problema de terminar cuatro películas de dos rollos para la First National se me presentaba como una tarea insuperable. Durante varios días estuve sentado en el estudio, ejercitando el hábito de pensar. Como tocar el violín o el piano, el pensamiento necesita practicarse todos los días, y yo había perdido la costumbre.
(…)
Por fin se estrenó "El chico" en Nueva York y tuvo un éxito enorme. Como le había profetizado a su padre el primer día que me entrevisté con él, Jackie Coogan causó sensación. Como resultado de su éxito en "El chico", Jackie ganó en su carrera más de cuatro millones de dólares. Todos los días recibíamos recortes de críticas maravillosas; proclamaron "El chico" como una obra clásica. Pero no tuve el valor de ir a Nueva York; preferí permanecer en California y enterarme de las noticias desde allí.

Charles Chaplin, 
Autobiografia, 1964.

Jackie Coogan visitando a Chaplin en el set de 
Luces de la ciudad (City lights, 1931).


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